Desde
la década del 60 y hasta el término del gobierno de la Unidad Popular,
la educación chilena, en todos sus niveles, sufrió un auge sin igual en
la corta historia republicana de nuestro país.
En efecto, el concepto de igualdad de oportunidades se tradujo, como
nunca, en práctica sistemática, ya que los establecimientos
educacionales abrieron sus puertas para que ingresaran por ellas los
hijos de los pobres y de la naciente clase media.
Al mismo tiempo que los liceos y las universidades hacían crecer sus
matrículas, los sucesivos gobiernos de Alessandri, Frei Montalva y
Allende aumentaron el presupuesto del Ministerio de Educación. Hablamos
de una época en que todo el sistema educacional chileno dependía
directamente de esta repartición, haciéndose evidente el compromiso del
Estado. Existía conciencia entre los gobiernos de turno de que la
educación era el principal medio y herramienta para salir de la pobreza y
el subdesarrollo cultural.
Pero súbitamente se vino la noche para la educación chilena. A partir
de la toma del poder por la vía violenta de los militares chilenos, se
procedió a transformar al sistema educacional.
Habiendo tomado nota de que la educación era una peligrosa herramienta
para terminar con la pobreza, los militares y los ideólogos civiles del
gobierno procedieron a trastocar los valores que la habían sostenido
durante los últimos años.
Primero se ensañaron con las universidades. A excepción de la
Universidad Católica, alma mater de los ideólogos civiles de la
dictadura. Se nombraron en todas ellas rectores delegados, los cuales
deberían velar por el apoliticismo de los estudiantes y poner en
práctica una limpieza ideológica de los claustros de profesores. La
represión física fue dura en algunas casas de estudio. La Universidad Técnica del Estado y la Universidad de Chile llegaron a ser bombardeadas. La represión del pensamiento se logró imponer por la fuerza en las universidades chilenas.
Pero como los militares -y sus ideólogos civiles- deseaban hacer
perdurar su legado, y tal vez disfrutar de él, decidieron fijar por ley
nuevas reglas para la educación chilena. Todo sin discusión, por
supuesto. Lo primero
fue traspasar la administración de escuelas y liceos a las
municipalidades, las cuales debían hacer uso de los recursos monetarios
que el Estado les entregaba, cada vez más escuálidos, dicho sea de paso. En cuanto a las universidades, hubo consenso en torno a que había que devolverlas a su grupo original: la élite.
Y para esto se terminó con los aranceles diferenciados, y la práctica
gratuidad para los sectores pobres, y se crearon nuevos y modernos
métodos de financiamiento.
El Aporte Fiscal Directo, suma fija que entrega el Estado para las
universidades existentes antes de 1980, y que se fue reduciendo en su
porcentaje en la medida que aumentaba el Aporte Fiscal Indirecto, el
cual instalaba el concepto de competencia en la educación chilena al
otorgar un monto extra a aquella universidad que captara a uno o más de
los 20.000 mejores puntajes de la Prueba de Aptitud Académica. Este
aporte extra era mayor si el alumno optaba por carreras del área de la
salud o la ingeniería.
Finalmente, el Estado chileno pasó a convertirse en prestamista con la
creación del Crédito Fiscal Universitario, préstamo otorgado por el
Estado para aquellos estudiantes de escasos recursos que lo acreditaran.
Otra historia es el de las Universidades y Centros de Formación Técnica
privados, los cuales ahora podían ser creados por cualquiera, ya que no
se necesitaba una ley especial para hacerlo. Con esta medida concreta
se hacía patente la completa entrega de la educación al libre mercado.
La dictadura ocupó toda la década del 80 como marcha blanca, y una vez
impuesta la nueva concepción de la educación en la sociedad chilena, se
ocupó de atar constitucionalmente todas estas medidas mediante la LOCE
18.962. Hoy han
pasado 16 años de gobierno de la Concertación de Partidos por la
Democracia. La medida más concreta de todos estos años ha sido aumentar
el gasto sostenidamente en Educación. Se han recuperado los ritmos de
incremento de la década de los sesenta y hasta principios de los
setenta, del orden del 10% a 11% anual. De hecho el gasto fiscal en
educación prácticamente se triplica entre 1990 y el 2000, pasando de
$589.583 millones en 1990 a $1.573.291 millones, el 2000 .
En todo caso es sabido que un cambio radical en la Educación chilena va
mucho más allá de un incremento sostenido de los recursos monetarios.
Ella es el reflejo, y el producto, de una visión impuesta sin discusión
en la sociedad chilena, una visión impuesta por la vía violenta, que ha
dejado como legado en el léxico conceptos como competencia,
privatización y eficiencia. Todas palabras lejanas a las que alimentaron
alguna vez nuestros sueños: justicia, igualdad, solidaridad. Y que sin
duda requieren recordarse, así como nuestra propia historia, para así
repensar el presente y construir el futuro.
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